Él no supo, seguramente porque tampoco quiso, descifrar si el último beso fue quizás el más buscado e intenso, si el último abrazo el más deseado y explícitamente pospuesto, pues lo único que realmente le importaba era estar allí, aunque perdido e incrédulo, esperando impasible que la apática silueta de aquel tren cortara el gélido aliento de ese nuevo amanecer que empezaba ya a desperezarse en el viejo anden de la longeva Estación Central. Ella acababa de acomodarse en el cálido regazo de su asiento, tras dejar a buen recaudo el capital equipaje que conformaban todos esos sentimientos que plácidamente descansaban encadenados a cada uno de sus recuerdos compartidos. Desde allí, silenciada por el estrecho muro de cristal de su diminuta ventanilla, quiso decirle algo que él creyó intuir fue un “te echaré de menos”. “Yo también”, susurró gesticulando lo más que pudo, en un incierto esfuerzo porque ella recibiera su escueto mensaje tiznado por el desinterés del cariño.
Y entonces el tren emprendió un viaje que su razón marcó hace tiempo con el amargo dolor del sinsentido, mientras la abyecta soledad comenzaba a anegar el desdibujado horizonte que se perdía en el confín de sus ojos compungidos. Tras la tenue brisa con intensa fragancia de pavor al olvido, el lento caminar ante él del último vagón le arranco un “te quiero” sincero, trémulo, agónico, y por supuesto y sin duda, sentido.
Y entonces el tren emprendió un viaje que su razón marcó hace tiempo con el amargo dolor del sinsentido, mientras la abyecta soledad comenzaba a anegar el desdibujado horizonte que se perdía en el confín de sus ojos compungidos. Tras la tenue brisa con intensa fragancia de pavor al olvido, el lento caminar ante él del último vagón le arranco un “te quiero” sincero, trémulo, agónico, y por supuesto y sin duda, sentido.